Domados, domesticados, mansos.
Me estoy leyendo cumbres borrascosas después de encontrar el libro en la casa de mi papá, hacía parte de mi colección de libros de cuando estaba pequeña. Nunca lo leí en mi adolescencia por miedo de caer en el cliché de que ese era el libro que se leían las chicas, no lo leí por miedo a disfrutarlo. Catalina el personaje principal es una mujer salvaje, siempre en el límite de la locura. Me río con ella, de sus ocurrencias, de la manera en que manipula al mundo pero especialmente de la manera en que se manipula a si misma para hacerse creer que el mundo: su estabilidad, su mera existencia depende de ella, de su genio, de su benevolencia. Que solo su encanto o ira es suficiente para que el mundo se acabe y vuelva a renacer.
Pienso por otro lado en Joan Didion, las fotos de sus cenas de acción de gracia que publicó el NY Times... Su mansedumbre, me doy cuenta que por estos días admiro la mansedumbre que da haber sobrevivido al caos -no la ciega, no la que le da Dios o la naturaleza a un grupo de personas, esa no me interesa-.
Aveces cierro los ojos y me veo siendo la esposa de alguien, la mamá de niños, la encargada de una casa. Otras veces tengo la visión de convertirme en monja, pasar mis días rezando un credo que no comparto mientras me invento oraciones propias para hablar con Dios, pasar el día leyendo libros, escribiendo, cocinando, jardiniando. Una vida simple y mansa. ¿Soy capaz de la simpleza y la mansedumbre?
Hace unos días tengo una imagen en la cabeza, es el Ying y el Yang pero está compuesto de todo lo que coexiste en el mundo, dentro de la esfera, en constante movimiento estamos todos, trenzándonos los unos con los otros, pululando. Entre el bien y el mal. Cuando salgo a la calle a eventos o fiestas me pongo muy a la defensiva con mis pares, una parte de mi casi los odia, los repele, los juzga con severidad. Solo porque me dan miedo, temo su juicio porque bien sé con la agresividad que yo los juzgo a ellos. Al final, los amo y los admiro, por nada en particular: su belleza, su inteligencia.
El sábado fui a una pequeña fiesta en una casa abandonada en el barrio Boston. Llegue a la locación adormilada a la 1 am, venía de hacer una larga siesta en mi casa y parecía un fantasma, tenía de algún modo menos materia que el resto de los presentes. Mientras me recuperaba de mi taciturnidad empecé a sentir rechazo y recordé la imagen que describí al principio de este párrafo. Recordé lo que hace días había olvidado: que todos somos extensiones del otro. Que soy por y para el otro. Lo que pasa es que me cuesta relacionarme con las fortalezas del otro porque me siento amenazada, mi gran soberbia es una bestia muy arisca. Me gusta en cambio relacionarme con la ternura del otro pues también soy capaz de ser una criatura sumisa y mansa con otras criaturas de la misma naturaleza. Sin embargo, quiero, como meta de este momento de mi vida, ser mansa y sumisa con bestias de grandes colmillos, acurrucármeles en el regazo exponiéndoles mi cuello en entera pureza, juguetona, consciente de que tienen la capacidad de dañarme. No quiero combatir fuerza con fuerza, quiero rendirme ante el mundo y que me acaricie de la manera que lo prefiera: con violencia o dulzura me es indiferente, lo más importante será la pureza con la que me presente ante todo, la disposición de la fortaleza desnuda.
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